Los padres de Yael ya habían recorrido buena parte del mundo antes de su llegada y decidieron que con su beba a cuestas, las aventuras iban a seguir. Sus amigos les dijeron que entre los seis meses y el año era su oportunidad de llevarla a cualquier lado sin problemas, porque al no caminar todavía, era como llevar una mochila más; Frente a la mirada desaprobatoria y procupada de sus cuatro abuelos, Yael partió con sus papás a recorrer cada pequeño pueblito del Sudeste Asiático que pudieron.
Durante todo el viaje, Yael desaparecía repentinamente de los brazos de sus papás: si iban a un restaurant, la moza se la llevaba a los besos para mostrársela a toda la cocina; si iban en una lancha cruzando un río, los pasajeros se la pasaban de brazos en brazos hasta llegar al capitán, que quería comerle los cachetes; Si iban a un mercado callejero, los vendedores le regalaban frutas para que comiera; Los policías chinos (esos que en las películas dan miedo), se desarmaban haciéndole morisquetas para que se riera...como si fuera una estrella de rock aclamada por sus fans! Y nada tenían que ver sus ricitos cobrizos o sus ojos azules: sus padres se dieron cuenta de que estaban en una cultura que simplemente adora a los bebés y tan lejana a su propia idiosincracia de temerle a todo (y a todos), se relajaron.
Reflexionaron sobre cómo le tenemos miedo a todo: a los extraños, a los gérmenes, a las comidas exóticas, a los viajes... y descubrieron que su beba nunca corrió ningún peligro y siempre estuvo bien (sólo se hizo adicta a cada rara fruta asiática que probó).
Vía The New York Times
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